A LA condena y borrado del concepto de gloria hago responsable de este aburrimiento legislado, de este pájaro en mano que es la poesía actual. Cuánta victoria pequeña, dios mío. Se empieza negando el más allá de la posteridad y se cae en el más acá de los premios, las publicaciones y las antologías, que, para más desgracia, tampoco sirven de baremo desde que se multiplicaron de manera tan sonrojante. Me hacen gracia los poetas que se ponen en trance de destruirse por el solo hecho de no salir en tal antología o no ganar tal premio, como si las antologías de hoy fueran las de Gerardo Diego o Castellet y los premios el Adonais de hace cincuenta años. Vamos, hombre. ¡Qué más da perder el premio del lunes si vais a ganar el del jueves! ¡Qué importa no salir en la antología de las cuatro y media si vais a salir en la de las siete en punto! Me entristece este escenario porque la consagración del éxito mezquino en favor de la gloria generosa está exterminando al poeta aristocrático: hablo del niño consentido, del arrogante que huye de los lugares donde huele a lo mismo, del vanidoso que observa el camino que toma la manada y dice: yo tampoco.